Project Description

 

Apio para el Pueblo 2009. Hierro, poliester y luz. 7,7 x 7 x 6 m. cada grupo.

Cuando todo es nada.
La idea de “orden” sirve como eje alrededor del que se organiza y construye la ciudad y su espacio público, si bien es un criterio sujeto irremediablemente a parámetros de subjetividad. No es igual, por ejemplo, el orden propio de la naturaleza que el aplicado por los arquitectos minimalistas. También nuestro amor por el orden tiene ciertos límites, como podemos reconocer al ver un edificio de oficinas de varios pisos cuyas ventanas consisten en un recuadro idéntico de vidrio reflectante encerrado en un marco idéntico de aluminio, cuyos pisos se parecen los unos a los otros, donde las distinciones evidentes entre izquierda y derecha o anterior y posterior quedan diluidas. Más que despertar admiración por la evidencia de su naturaleza ordenada, un edificio así, como una caja, tal vez suscite sentimientos de laxitud o irritación. Su presencia es posible que nos haga olvidar el esfuerzo que supuso sacar orden del caos y, en vez de elogiar el edificio por su regularidad, puede que lo condenemos por su tedio.
Según Stendhal la belleza es una promesa de felicidad, pero la noción de lo que es bello cambia de acuerdo con la época, las circunstancias culturales y el carácter de cada sociedad o territorio. En ese trayecto hacia la belleza, como representación icónica de la felicidad a la que aspira el ser humano, encontramos todo un catálogo de excesos y carencias que dejan su huella en el tiempo como signo que nos traslada las múltiples maneras de comprender esa necesidad. Bajo la premisa de la belleza como estímulo que actúa de acicate de la felicidad, habríamos de analizar si el concepto escultórico y espectacular con el que los gobernantes de hoy –y de siempre- monumentalizan el espacio público va encaminado en esa dirección o si su pretensión está más relacionada con imponer sobre el individuo una presencia preponderante, de superioridad, que le recuerde su insignificancia en la enorme maya del tablero sobre el que los poderosos mueven sus fichas. El sistema ha recurrido al empleo de la representación simbólica de su poder de un modo tal que casi no es necesario que ejerza funciones de censor, ya cada individuo sabe cual es el límite al que atenerse y, automáticamente, aplica la autocensura como forma de relación pública. Podríamos adentrarnos también en los procesos con los que el sistema productivo ha sabido sacar rentabilidad a ese deseo inherente de “más belleza” para convencer a las masas, e incitarnos a cada uno de nosotros, abocándonos a décadas de consumo que ahora, en la situación presente, han de ser analizadas y repensadas.
Monique Bastiaans ha sabido, especialmente mediante sus trabajos de intervención en el espacio público, trasladar al espectador interrogantes acerca del entorno que habita. Sus obras parten de la pretensión de introducir elementos lúdicos en paisajes cotidianos, tanto rurales como urbanos, creando a la vez una relación tan intensa que los mimetiza. Conjuga cuerpos extraños, crea uniones imposibles que se resuelven con éxito ante la mirada incrédula del transeúnte. Habitualmente sus intervenciones tienen un carácter efímero –bien en la orilla misma de una playa, en el centro de una gran ciudad o en un solitario campo de cultivo- pero en esta ocasión, en Carlet, ha proyectado con voluntad de permanencia. Siguiendo el desarrollo lógico de la pieza central de su reciente exposición en la Sala Parpalló de Valencia y un vídeo creado para el Museo de Bellas Artes de Murcia, que toman como referencia la floración del musgo, Bastiaans genera una llamada de atención sobre lo insignificante, lo que nos pasa inadvertido, a la vez que parece querer recordarnos la necesidad de alegrar el día a día a partir de los estímulos de lo sencillo.
En cuanto los bienes que dan realce a la vida inician su desplazamiento desde el reino de lo no monetario al reino del mercado de bienes de consumo, no hay quien los pare. El movimiento tiende a crear su propia inercia y deviene propulsado y acelerado por él mismo, limitando cada vez más los bienes que, por su naturaleza, sólo pueden producirse de forma personal y sólo florecen tras el establecimiento de unas relaciones humanas intensas e íntimas. Cuanto más difícil es ofrecer a los demás este tipo de bienes, los que el dinero no puede comprar, o cuanto más escasea la voluntad de colaborar con otros en su producción (una voluntad de cooperación que a menudo se considera el producto más satisfactorio que se puede ofrecer), más profundos son los sentimientos de culpa e infelicidad resultantes. El deseo de redimir y expiar esta culpa empuja al sujeto a buscar en el mercado productos cada vez más caros para sustituir lo que ya no puede ofrecer a las personas con las que vive, y a pasar más horas lejos de ellos para ganar más dinero. Parece, pues, que el crecimiento del “producto interior bruto” es un índice que debiera considerarse inversamente para medir el índice de la felicidad.
Ojala estos ramitos “cultivados” por Monique Bastiaans en Carlet, Apio para el pueblo, sirvan para recordarnos, en el tránsito acelerado de lo diario, el valor indiscutible de la vida, el placer de compartirla con quienes tenemos cerca y el cuidado en nuestra acciones y omisiones por las repercusiones ambientales sobre quienes nos quedan lejos geográfica y temporalmente.
José Luis Pérez Pont